Hoy me apetece escribir sobre algo que ronda mi cabeza y que no tiene mucho que ver con la cosmética, aunque sí con nuestra filosofía de simplificar y reducir.
Cada vez estoy más convencida de que la elegancia no está en el exceso, ni en la extravagancia, ni en todo eso que parece gritar “mírame”. La verdadera elegancia, la que permanece en la memoria, tiene algo en común con el silencio: no compite, no fuerza, no exige. Simplemente ocurre. Fluye.
Parece contradictorio, pero lo que más admiramos suele ser aquello que no se muestra desde el esfuerzo, sino desde la naturalidad. Un gesto amable sin esperar nada, una prenda que te queda bien sin retorcerte, una conversación sin necesidad de demostrar conocimientos, una piel cuidada sin diez capas de maquillaje, simplemente sana, una casa bonita y vivida donde hay armonía sin que parezca un catálogo, o un cosmético aparentemente sencillo que esconde un gran conocimiento y una magnífica formulación detrás.
A veces confundimos lo sencillo con lo simple, y no es lo mismo. La verdadera sencillez llega después de pensar, descartar, depurar, probar, equivocarse, mejorar y volver a empezar. Igual que en las rutinas minimalistas bien diseñadas, hay un trabajo silencioso detrás: criterio, intención y respeto. Lo elegante no es lo vacío, es lo esencial que permanece cuando todo lo innecesario ya no está.
La expresión en inglés effortless elegance resume esta idea: la elegancia auténtica, discreta y natural. Y no tiene nada que ver con falta de preparación, desinterés o dejadez. Al contrario. Es tener tan interiorizada la armonía, el gusto y la autenticidad, que no hace falta forzar nada para que se perciba.
Hoy confundimos elegancia con exceso: looks llenos de detalles, maquillaje exagerado, logos visibles, discursos calculados al milímetro, vidas preparadas para Instagram o rutinas interminables que pretenden demostrar disciplina y perfección. Pero, si lo piensas, cuando algo se siente incómodo, impostado o agotador… pierde encanto. Y cuando algo intenta con demasiadas ganas ser elegante, deja de serlo.
Lo elegante no incomoda, no presume, no compite y no necesita filtros. No es una pose, sino la consecuencia natural de ser coherente contigo misma: cómo hablas, cómo tratas a los demás, qué eliges vestir y por qué, qué consumes, qué priorizas, cómo cuidas tu piel y tu salud, cómo colocas tus límites y qué energía decides aportar al mundo.
Poco se habla de la elegancia que nace de la bondad: un gesto de cortesía, una mirada atenta, una sonrisa agradecida, el respeto silencioso que no necesita reconocimiento. En el fondo, ser elegante es sentirse en paz con quien eres, aceptarte, quererte. Es elegir la comodidad sin renunciar a la belleza. Es optar por la simplicidad bien hecha. Es decir menos… para significar más.
Quizá la elegancia sea eso: la suma de autenticidad, calma y coherencia llevada a su forma más sencilla. Y cuando lo llevas dentro, no necesitas demostrarlo. Simplemente lo eres.